sábado, 18 de octubre de 2014

Talento poblano en el Festival de Morelia

El documental poblano La danza del hipocampo sigue su exitosa gira por certámenes nacionales. Este domingo 20 de octubre arranca su presencia en el Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM), uno de los más importantes –si no el más importante- de los encuentros de la industria cinematográfica en nuestro país.

Luego de que su directora, Gabriela Domínguez Ruvalcaba, obtuviera una beca para asistir al Seminario Robert Flaherty en Nueva York en reconocimiento a este trabajo en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara (FICG), donde tuvo su estreno mundial en marzo de esta año, La danza del hipocampo se alzó como Mejor Largometraje Documental Mexicano en el Festival Internacional de Cine de Monterrey. Y ahora va por Morelia, donde su productora, Erika Mercado Sánchez ganó hace algunos años el premio a Mejor Cortometraje Documental por Bendita muerte, su trabajo de tesis de licenciatura en Ciencias de la Comunicación de la Universidad de las Américas Puebla (UDLAP); el galardón lo compartió en aquella ocasión con los también egresados Alejandro Jiménez Arrazquito y Mario Trueba.



Como Gabriela y Erika comentaron en su momento en el programa de Radio BUAP Así lo dijoDuchamp, este documental versa sobre la memoria y cómo la construimos. Cómo también, a partir de esta memoria, cada uno de nosotros somos quienes somos. A través de siete recuerdos que Gabriela reconstruye con material registrado por su familia –tanto en cine como en video- su trabajo nos invita a un viaje lleno de belleza contemplativa, plagado de una poesía visual y oral que se agradece y que hace sobresaltar al corazón.

Le deseamos todo el éxito a estas realizadoras poblanas y confiamos en que pronto La danza del hipocampo tenga su estreno comercial en México y llegue a las salas de Puebla.

Para más información, aquí el boletín de prensa más reciente en el que podrán conocer más detalles de su presencia en el FICM.



viernes, 18 de abril de 2014

Gabo: cero y van dos / De clichés literarios

Por segunda ocasión una muerte saca de su letargo a este blog. La vida continúa, sin duda. 

Soy un cliché andante: lo sé. No obstante lo diré: Cien años de soledad es mi libro favorito y Gabriel García Márquez uno de los autores que más disfruto y admiro. Crónica de una muerte anunciada es el libro que más rápido he leído, cautivado de principio a fin por su ritmo, el cual no me permitió dormir hasta que alcancé la última página. 

El otoño del patriarca, por otro lado, me rebasó. Sus párrafos de tres cuartillas, sin puntos y con comas casi ausentes, me dejaron sin aliento y me impidieron terminarlo; mientras que en Doce cuentos peregrinos descubrí un universo fuera de Macondo y esa América Latina realísticamente mágica que también me cautivó con relatos que me dejaron sin aliento como Solo vine a hablar por teléfono o El verano de la Sra. Forbes.

Cien años de soledad: Herencia de mi abuela materna.
Editorial Sudamericana,1971.

Del cliché que me salvo es de aquel en el que el individuo expresa que por tal o cual libro o autor, nacieron sus ganas de convertirse en escritor. No: mi cliché es aún más raro e igual de lejano. Fue por Cien años de soledad que en algún momento expresé mi deseo de convertirme en director de cine. Al sumergirme en la historia de la familia Buendía, la idea que me asaltó durante toda la lectura fue el de llevar esa historia a la pantalla. Al terminar, la película sobre Macondo se convirtió en mini-serie: solo en un mínimo de 45 horas se podría condensar la genialidad de Gabo vertida en ese, uno de los más grandes libros jamás escrito.

Y aunque no soy escritor ni director de cine, creo firmemente que Cien años de soledad sí se puede adaptar a la pantalla. Sería un esfuerzo titánico, que necesitaría romper muchos obstáculos pero estoy seguro que valdría la pena. Y mientras llega ese día, aquí algo que escribí en 2003, que presentó sin ahora retoques, tal cual mis 20 años de vida dieron forma en aquel momento.


Gabo

Remedios La Bella se elevó hacia los cielos en una tarde de setiembre, envuelta en una hojarasca de luz y mariposas amarillas que enmarcaban su grandiosa hermosura virginal, ante la mirada atónita de la Señora Forbes y el Sumo Pontífice, quienes en ese caluroso día de verano asistían a los funerales de la Mamá Grande, soberana absoluta del reino de Macondo y Riohacha. 

El Coronel, ensimismado en sus recuerdos laberínticos, se detuvo a observar la escena de la ascensión de Remedios La Bella, la cual le recordó la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer al Patriarca, un anciano cadavérico y otoñal que rodeado de aroma a ají, mariposas y alacranes, parecía anunciar la muerte de todo aquel que se atreviese a mirar en sus ojos de perro azul. Al mismo tiempo, recordó que nunca se había sentido tan cautivado por belleza femenina terrenal, desde que vio la caravana itinerante que transportaba a la Cándida Eréndira, quien con sus teticas de perra y su olor a guayaba, prometía curar los golondrinos encarnados y las fiebres amazónicas del amor. Pero lo que más desconcertó al Coronel fue la imagen fugaz de su abuela desalmada, quien de pequeño le contaba la increíble y triste historia de una virgen perpetua que vivía en un pueblo donde no había ladrones y cuyo larguísimo cabello infinito cepillaba cada noche en la cama con la intención de atrasar a los viajantes que se hospedaban en su casa de blancas paredes de cal y ventanas monumentales, con la esperanza dormida de que alguno de esos forasteros de espaldas colosales la liberara de la vaina de ese infierno de repeticiones que significaban la siesta del martes y el día después del sábado y, sobre todo, la espera de la carta eterna de un prometido al que no conocía y al que no podía destinar otro sentimiento que el de odio.

Agotado por tantos recuerdos, el Coronel dirigió sus endebles pasos al café donde lo aguardaba Aureliano Babilonia Buendía, su concupiscente e inseparable compañero de ajedrez quien le había salvado la vida al marcarle en el pecho el único lugar por el que una bala suicida, disparada en la ciudad de los espejos, entrara y saliera sin tocar un solo órgano vital y quien, en otra vida, había dedicado su inútil existencia a descifrar el origen de su propia presencia en este mundo de engaños y desengaños a través de una serie de manuscritos que le fueron entregados por una suerte de ciclón bíblico que lo arrancó de la guerra interminable que sostenía contra el insomnio y la angustia inamovible de despertar un día y descubrir que las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.

Una vez en el café, el Coronel se acomodó en su butaca favorita y se dispuso a leer el pasquín subversivo de moda, hasta que el alboroto causado por la noticia de la ascensión lo obligó a suspender sus planes y le causó, ahora sí, un estado de nostalgia absoluto acompañado por un llanto seco y silencioso que duraría 40 días con sus respectivas noches. Mientras el Coronel se sumía en aquel estado febril que eventualmente le provocaría la muerte prematura a la edad de 111 años, Aureliano Babilonia Buendía se entretenía apostando en la pelea de gallos que se celebraba a la entrada del establecimiento y la cual le haría perder toda su fortuna consistente en un reloj de oro que le fue otorgado en premio a su valentía en la batalla frente a Sir Francis Drake; el primer telegrama enviado en el país, cuyo remitente había sido el cardenal y dirigido a su amante disoluta; y una foto de la propia tatarabuela de Aureliano, Úrsula Iguarán, la mujer más famosa y respetada de Macondo y responsable de un alma en pena, la fundación de un pueblo, un castaño atado a un marido demente y una prole destinada al olvido, la perdición y el pecado. Cabizbajo y meditabundo, Aureliano entró en el café y se aproximó al Coronel para comunicarle la pérdida del patrimonio compartido. El Coronel, sacado tan sólo un instante de su propio sufrimiento no alcanzó a comprender la magnitud de las palabras de su compañero pero atinó a decir simplemente: “Mierda”.


Texto original publicado en la comunidad loscuentos.net

martes, 28 de enero de 2014

Recordando a José Emilio Pacheco (2)


Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquel? Debió ser 1939, un 30 de julio, en la Ciudad de México, cuando la luz de José Emilio Pacheco se encendió. Ya había PRM pero no PRI ni PAN. Habría, años más tardes, suplementos culturales, como Estaciones, donde fue director junto con Monsiváis
 
Chilango de la generación del cincuenta, escribió sobre otras latitudes, otros tiempos, como en Pompeya:
 
La tempestad de fuego nos sorprendió en el acto de la fornicación
No fuimos muertos por el río de lava.
Nos ahogaron los gases; la ceniza
nos sirvió de sudario.
Nuestros cuerpos
continuaron unidos en la roca:
petrificado espasmo interminable.
 
Era sencillo, honesto, humilde. Discreto. Cultivó la narrativa y la traducción, lo mismo que la poesía; todo con una firme convicción y amor. A diferencia de muchos, siempre vio al mundo desde el punto de vista de las víctimas. 
 
Los halcones son águilas domesticables.
Son perros 
de aquellos lobos.
Son bestias de una cruenta servidumbre.
Viven para la muerte.
Su vocación es dar la muerte.
Son los preservadores de la muerte
y la inmovilidad.
Los halcones: verdugos, policías.
Con su sadismo y servilismo ganan
una triste bazofia compensando
nuestra impotente envidia por la alas.
 
"Este no es un poema político. Lo juro", dijo en 2009 en Puebla. "Lo escribí en 1968, pero cómo iba a saber que en 1971 se convertiría en realidad. En serio". En cualquier caso, ahí queda, para la posteridad, Biología del halcón. Y quedan también decenas y decenas de libros suyos, bellos, imperdibles, imprescindibles. Quedan asimismo los elogios y reconocimientos a su obra, como el Premio José Donoso, el Octavio Paz, el Pablo Neruda, el Internacional Alfonso Reyes, el Xavier Villaurrutia, el García Lorca, y el Premio Cervantes.
 
Queda un gran vacío en las Letras Mexicanas desde el domingo 25 de enero pasado en que tu luz se extinguió, José Emilio Pacheco.

Pacheco en ITESM CCM.
Fuente: ITESM CCM (Creative Commons).

lunes, 27 de enero de 2014

Recordando a José Emilio Pacheco


Solo recorreré uno de los dos posibles lugares comunes que se vislumbran hoy. No diré que José Emilio Pacheco es "mi escritor favorito de todos los tiempos". Lo que sí escribo con toda verdad es que Batallas en el desierto es un libro que marcó mi vida; que su lectura es imprescindible para los amante de las buenas letras de México (y del mundo); para el que guste de perderse en los laberintos de la nostalgia.

En ese espíritu de honestidad, confesaré que, además de la historia de Carlos y sus reminiscencias de una Ciudad de México que ya no es, solo he leído otro texto del hoy desaparecido: Morirás lejos. Y añado además que su poesía la descubrí tarde, en un día preciso de 2009 en que tuve la fortuna de conocerlo, de lejos, en papel de reportero, en un homenaje por sus 70 años de vida, "entre elogios y risas", en el Tec de Monterrey, campus Puebla.



"Yo veo el mundo desde el punto de vista de las víctimas", sentenció el vate
Entre elogios y risas, vivió José Emilio Pacheco un homenaje más a sus 70 años

La Jornada de Oriente, viernes 17 de abril de 2009.

La emotividad contenida en la voz de José Emilio Pacheco llena el auditorio. Con cada poema sucede lo mismo. Luego de un par de líneas, el escritor interrumpe su lectura para perderse en la nostalgia de su mente, en los recuerdos de un mundo que ya no es y en las reminiscencias de momentos e imágenes que inspiraron sus palabras. "No los expliques. Se entiende solos perfectamente", regaña por enésima ocasión el crítico Emmanuel Carvallo al autor de Morirás lejos, arrancando, una vez más, las risas del público que disfruta la charla de dos grandes de las letras mexicanas.

A 70 años de su nacimiento, Pacheco, el "discreto, sabio y un poco triste", como lo describiera Carvallo hace unos años, recibe un homenaje más por su labor incansable en la literatura de nuestro país. Esta vez el miércoles 15 de abril en el Tec de Monterrey campus Puebla, entre los elogios y admiración de escritores, amigos y lectores de todas las edades.

Devorador de la poesía de los grandes, como Villaurrutia y Paz, y escritor desde hace un año, el pequeño considera que Pacheco es el mejor. "Me gustan sus sentimientos y la intensidad que les da", comenta mientras espera en la fila, junto con decenas de fanáticos, para que su ídolo firme una copia de Gotas de lluvia y otros poemas para niños y jóvenes. Mi favorito es El monólogo del mono", continúa el joven vate.

El resto de la crónica, pinchando aquí.