Por segunda ocasión una muerte saca de su letargo a este blog. La vida continúa, sin duda.
Soy un cliché andante: lo sé. No obstante lo diré: Cien años de soledad es mi libro favorito y Gabriel García Márquez uno de los autores que más disfruto y admiro. Crónica de una muerte anunciada es el libro que más rápido he leído, cautivado de principio a fin por su ritmo, el cual no me permitió dormir hasta que alcancé la última página.
El otoño del patriarca, por otro lado, me rebasó. Sus párrafos de tres cuartillas, sin puntos y con comas casi ausentes, me dejaron sin aliento y me impidieron terminarlo; mientras que en Doce cuentos peregrinos descubrí un universo fuera de Macondo y esa América Latina realísticamente mágica que también me cautivó con relatos que me dejaron sin aliento como Solo vine a hablar por teléfono o El verano de la Sra. Forbes.
Cien años de soledad: Herencia de mi abuela materna. Editorial Sudamericana,1971. |
Del cliché que me salvo es de aquel en el que el individuo expresa que por tal o cual libro o autor, nacieron sus ganas de convertirse en escritor. No: mi cliché es aún más raro e igual de lejano. Fue por Cien años de soledad que en algún momento expresé mi deseo de convertirme en director de cine. Al sumergirme en la historia de la familia Buendía, la idea que me asaltó durante toda la lectura fue el de llevar esa historia a la pantalla. Al terminar, la película sobre Macondo se convirtió en mini-serie: solo en un mínimo de 45 horas se podría condensar la genialidad de Gabo vertida en ese, uno de los más grandes libros jamás escrito.
Y aunque no soy escritor ni director de cine, creo firmemente que Cien años de soledad sí se puede adaptar a la pantalla. Sería un esfuerzo titánico, que necesitaría romper muchos obstáculos pero estoy seguro que valdría la pena. Y mientras llega ese día, aquí algo que escribí en 2003, que presentó sin ahora retoques, tal cual mis 20 años de vida dieron forma en aquel momento.
Gabo
Remedios La Bella se elevó hacia los cielos en una tarde de setiembre, envuelta en una hojarasca de luz y mariposas amarillas que enmarcaban su grandiosa hermosura virginal, ante la mirada atónita de la Señora Forbes y el Sumo Pontífice, quienes en ese caluroso día de verano asistían a los funerales de la Mamá Grande, soberana absoluta del reino de Macondo y Riohacha.
El Coronel, ensimismado en sus recuerdos laberínticos, se detuvo a observar la escena de la ascensión de Remedios La Bella, la cual le recordó la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer al Patriarca, un anciano cadavérico y otoñal que rodeado de aroma a ají, mariposas y alacranes, parecía anunciar la muerte de todo aquel que se atreviese a mirar en sus ojos de perro azul. Al mismo tiempo, recordó que nunca se había sentido tan cautivado por belleza femenina terrenal, desde que vio la caravana itinerante que transportaba a la Cándida Eréndira, quien con sus teticas de perra y su olor a guayaba, prometía curar los golondrinos encarnados y las fiebres amazónicas del amor. Pero lo que más desconcertó al Coronel fue la imagen fugaz de su abuela desalmada, quien de pequeño le contaba la increíble y triste historia de una virgen perpetua que vivía en un pueblo donde no había ladrones y cuyo larguísimo cabello infinito cepillaba cada noche en la cama con la intención de atrasar a los viajantes que se hospedaban en su casa de blancas paredes de cal y ventanas monumentales, con la esperanza dormida de que alguno de esos forasteros de espaldas colosales la liberara de la vaina de ese infierno de repeticiones que significaban la siesta del martes y el día después del sábado y, sobre todo, la espera de la carta eterna de un prometido al que no conocía y al que no podía destinar otro sentimiento que el de odio.
Agotado por tantos recuerdos, el Coronel dirigió sus endebles pasos al café donde lo aguardaba Aureliano Babilonia Buendía, su concupiscente e inseparable compañero de ajedrez quien le había salvado la vida al marcarle en el pecho el único lugar por el que una bala suicida, disparada en la ciudad de los espejos, entrara y saliera sin tocar un solo órgano vital y quien, en otra vida, había dedicado su inútil existencia a descifrar el origen de su propia presencia en este mundo de engaños y desengaños a través de una serie de manuscritos que le fueron entregados por una suerte de ciclón bíblico que lo arrancó de la guerra interminable que sostenía contra el insomnio y la angustia inamovible de despertar un día y descubrir que las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.
Una vez en el café, el Coronel se acomodó en su butaca favorita y se dispuso a leer el pasquín subversivo de moda, hasta que el alboroto causado por la noticia de la ascensión lo obligó a suspender sus planes y le causó, ahora sí, un estado de nostalgia absoluto acompañado por un llanto seco y silencioso que duraría 40 días con sus respectivas noches. Mientras el Coronel se sumía en aquel estado febril que eventualmente le provocaría la muerte prematura a la edad de 111 años, Aureliano Babilonia Buendía se entretenía apostando en la pelea de gallos que se celebraba a la entrada del establecimiento y la cual le haría perder toda su fortuna consistente en un reloj de oro que le fue otorgado en premio a su valentía en la batalla frente a Sir Francis Drake; el primer telegrama enviado en el país, cuyo remitente había sido el cardenal y dirigido a su amante disoluta; y una foto de la propia tatarabuela de Aureliano, Úrsula Iguarán, la mujer más famosa y respetada de Macondo y responsable de un alma en pena, la fundación de un pueblo, un castaño atado a un marido demente y una prole destinada al olvido, la perdición y el pecado. Cabizbajo y meditabundo, Aureliano entró en el café y se aproximó al Coronel para comunicarle la pérdida del patrimonio compartido. El Coronel, sacado tan sólo un instante de su propio sufrimiento no alcanzó a comprender la magnitud de las palabras de su compañero pero atinó a decir simplemente: “Mierda”.
Texto original publicado en la comunidad loscuentos.net
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